
*Pedir perdón por las atrocidades no debilita gobiernos, se reconcilian; la IV-T no es sólo un proyecto político o económico, sino un proyecto de dignidad
Cuando los españoles llegaron en 1519, encontraron un imperio sólido, con leyes, lengua, escritura, medicina, formas de cultivo, ingeniería, cultura, conocimientos astronómicos, no fue tierra vacía ni lo que divulgaron después como “salvajismo”, dijo la presidenta Claudia Sheinbaum durante la conmemoración Siete siglos de Fundación México-Tenochtitlán.
Dijo que lo que vieron los españoles en Tenochtitlan, sus templos, sus chinampas, sus mercados, su gente organizada, sus escuelas, los hizo pensar que estaban ante algo sobrenatural. Y, sin embargo, en lugar de comprenderlo, decidieron aplastarlo. La caída de Tenochtitlan, en 1521, no solo significó la destrucción de una ciudad, fue también el inicio de un largo proceso de colonización que buscó borrar todo rastro de lo indígena: una nueva religión, una nueva cultura, impusieron una nueva lengua.
La Colonia no solo sometió los cuerpos, sino también quiso someter las mentes que perduraron por siglos. Se buscó avergonzarnos de nuestro origen indígena como nación. “A pesar que ser indígena —lo decían ellos— era sinónimo de atraso, de ignorancia, de barbarie”, esa fue quizá la herida más profunda, una herida que estamos obligados como mexicanas y mexicanos a curar y a garantizar que se cure, porque fue alimentada por demasiado tiempo de discriminación.
Por eso, reivindicamos el hoy, el hoy que es el comienzo de esa cura con la Cuarta Transformación de la Vida Pública.
realizará el corte de listón inaugural del Memorial México-Tenochtitlan, Siete Siglos de Legado de Grandeza.
Acompañaron a la ceremonia, Jesús María Tarriba, esposo de la Presidenta de México; General Ricardo Trevilla Trejo, secretario de la Defensa Nacional; Almirante Raymundo Pedro Morales Ángeles, secretario de Marina; Clara Brugada Molina, jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Rosa Icela Rodríguez Velázquez, secretaria de Gobernación; Adelfo Regino Montes, director general del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, Rita María Romero Bermejo, invitada especial del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas.
Durante su discurso, Sheinbaum destacó que si la discriminación quiso marcar la historia, esa discriminación fue más dura, más profunda y más sistemática cuando se dirigió a las mujeres indígenas. A ellas no solo se les negó el poder político o económico, sino el derecho a hablar su lengua, a proteger su cuerpo, a ser reconocidas como personas con historia y con derechos.
La estructura colonial no desapareció con la Independencia, persistió en las formas de poder, en el racismo, en la exclusión de los pueblos originarios, en la marginación que aún hoy viven millones de mexicanas y mexicanos, y se rebeló en diferentes momentos de la historia, en especial durante la Revolución Mexicana, pero prevaleció después por muchos años, en especial durante todo el periodo neoliberal. El legado de Tenochtitlan, sin embargo, no fue vencido, vive en la resistencia silenciosa de los pueblos, en la lengua náhuatl que aún se habla, en el maíz que seguimos sembrando, en la medicina tradicional, en los rituales; en los nombres de nuestros cerros, nuestros ríos, nuestras calles, nuestros pueblos; en el nombre de nuestra patria, nuestro nombre: México.
Vive también en la sangre de quienes generación tras generación han llevado con orgullo sus raíces, porque México no nació con la llegada de los españoles, México nació mucho antes con las grandes civilizaciones que florecieron estas benditas tierras: los mayas, los zapotecos, los mixtecos, los purépechas, los mixtecos, todos los pueblos originarios.
Tenochtitlan, por ello, fue y sigue siendo símbolo de ese México profundo, milenario y resistente.
Hoy, más de 500 años después de aquella invasión, la Cuarta Transformación mira de frente y con orgullo a nuestra historia, no para dividir, sino para comprender; no para odiar, sino para sanar la memoria. Y en ese proceso, en ese esfuerzo por recuperar nuestra raíz, la Cuarta Transformación que inició con fuerza y tesón el pueblo de México, ha abierto un nuevo capítulo.
No es casual que uno de los pilares fundamentales sea el reconocimiento de los pueblos originarios. Por primera vez, el Gobierno de México ha puesto en el centro a quienes fueron históricamente relegados; se ha reivindicado su lugar, su tierra, su agua, su cultura, su palabra, sus derechos elevados al rango constitucional; y ha otorgado perdón, por atrocidades del pasado a los pueblos mancillados, reconociendo la profundidad de la palabra “justicia”.
Los gobiernos que tienen el valor de pedir perdón por las atrocidades del pasado que marcaron su historia no se debilitan; se reconcilian consigo mismo y crecen con una libertad que solo otorga la verdad profunda; por ello, la Cuarta Transformación no es solamente un proyecto económico o político; es, sobre todo, un proyecto de dignidad, un proyecto que reconoce que no puede haber justicia verdadera, si no empezamos por saldar la deuda histórica con los pueblos indígenas.
Que no puede haber democracia real, si se excluye la voz de quienes llevan siglos resistiendo. Y que no puede haber identidad nacional, sin reconocer y dar su lugar al profundo y orgulloso rostro indígena de México, su esencia y su grandeza cultural.
Recuperar el legado de Tenochtitlan no significa vivir en el pasado, significa reconocernos en él; significa entender que lo somos hoy, nuestra forma de hablar, de comer, de mirar al mundo está profundamente marcado por esa historia, y que solo podremos avanzar como nación si caminamos con esa memoria, con ese orgullo, con esa fuerza.
Por ello, debemos entender que erradicar el racismo no es una opción, es una necesidad y una obligación para construir una sociedad justa, incluyente y digna para todas y para todos.
Hoy, Tenochtitlan no solo vive en las piedras del Templo Mayor, en el Calendario Azteca, en la gran imagen de Tláloc o en la piedra labrada con la Coatlicue; vive en los barrios de Iztapalapa, en los pueblos de Tlalpan, en las mujeres que enseñan la lengua a sus hijos, en los jóvenes que levantan la voz contra el racismo, en los campesinos que aún siembran como lo hacían sus abuelos; vive también en el corazón de un México que ha decidido no olvidar.
Por eso, el legado de Tenochtitlan no es ruina ni nostalgia; es semilla, es esperanza. Una semilla que sigue brotando, que sigue luchando; que sigue enseñándonos que la historia no se borra, que la raíz no se niega, y que el verdadero futuro solo puede construirse si abrazamos con valentía todo lo que fuimos y todo lo que somos.
Quien no recuerda sus raíces camina sin sombra ni rumbo. La memoria es semilla: si no se cuida, no florece. Para saber a dónde vamos hay que escuchar de dónde venimos. Porque el origen no es pasado muerto, es una brújula viva.
Por ello, a todas las mexicanas y mexicanos de todas las raíces nos une el deber de honrar a los pueblos originarios, reconocer nuestro legado de grandeza, amar esta tierra sagrada que nos vio nacer o que nos acogió, y sentir con orgullo profundo que somos parte de una patria milenaria y viva.
Por ello, decimos fuerte y lejos: ¡Mientras exista el mundo no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan!



